Miriam la Cruzada
Tras aquel estruendo, que durante días y días retumbó en el cielo, se sucedió un inquietante silencio.
Miriam la Cruzada comprendió que todo había terminado, la ciudad había sucumbido.
Un humo negro, que irritaba los ojos y penetraba tan hondo en el pecho, envolvió la Medina, los despojos de una ciudadela derrotada.
Miriam, estremecida, subió a la azotea de la casa. Estandartes cristianos recorrían ahora las calles, y un pendón extranjero, triunfante y orgulloso, ondeaba en el punto más alto del Alcázar. La puerta de la Mezquita estaba forzada y en su tejado, algo hundido y maltrecho, alguien había colocado una cruz de palo. Aunque los ojos ciegos de Miriam no podían ver, reconoció el humo, olfateó la desgracia y escuchó el silencio. Entonces Miriam la Cruzada, de rodillas frente a la ciudad lloró, lloró por el Mayrit vencido y por su mundo arrancado.
Muy largo el asedio, muy dura la lucha, tan amarga la derrota… Al fin Mayrit, la ciudad ardiente, se rendía al rey de Castilla y León. Alfonso el VI había tomado la humilde ciudadela, y ahora, sembrado ya su fuego, izadas sus banderas, y clavadas sus cruces, seguía camino hacia Toledo. Aquí quedaron parte de sus huestes.
Algunos habitantes habían huido de la ciudad, otros muchos habían muerto, y el resto de los supervivientes se ocultaban en las casas. Pero ¿Dónde esconderse cuando tu hogar, tus calles, tu propio pasado deja de pertenecerte, cuando el suelo que pisas y el aire que te envuelve, está ya en manos de otros, gentes que ondean distintas banderas y tienen tan extraños y bárbaros credos?
Se supo, que en la madrugada del segundo día, cuando aún las hogueras estaban ardientes, fueron soldados en busca del muecín, lo sacaron a rastras de su casa, más tarde, los mismos hombres armados apresaron al antiguo alcaide. A ambos los llevaron hasta el Alcázar, y luego, los dos juntos, desaparecieron en las mazmorras. También contaron, que con ellos encerraron al viejo Ismael, el hebreo, aquel que junto a la puerta de la Sagra trabajaba con tanto arte la plata, como si Ismael, que profesaba la fe del libro, tuviese algo que ver con ellos.
Al fin vinieron en su busca. Ella no sabía el motivo, pero lo esperaba. Fue durante la noche. Un grupo numeroso de hombres, todos gentes de armas, llegaron caminando hasta la casa portando hachones encendidos. Querían presenciar el momento, y contemplar la caída de aquella mujer legendaria. Ella, Miriam la Cruzada, ni lo imaginaba, no sabía que su fama llegaba al otro lado de las montañas, en tierras cristianas donde reinaba aquel Alfonso de Castilla y de León que ahora les había conquistado.
La casa estaba junto al barranco, cerca de la torre albarrana, asomada al arroyo Matriz que corría por las huertas del Pozacho. En aquellas horas, algunas luces silenciosas se encendían en la otra orilla, en el antiguo arrabal.
Una luna de piedra cabalgaba por un cielo de noche. Los hombres en su caminar, con sus armas, al albor de la luna, creaban un rumor de hierros y jadeos al aproximarse. Era la excitación del cazador que sale al ojeo en una noche sin estrellas. Miriam, a pesar de la ceguera de sus ojos, los sintió llegar ante la puerta, y su corazón se heló, pero ella, valiente, salió a su encuentro y abrió la entrada de la casa. Entonces, aquel murmullo de metal calló de pronto y todos quedaron quietos, como si fueran de piedra. Fue una mezcla de temor y respeto, pero todos los hombres enmudecieron. Allí estaba ella, Miriam la Cruzada, la hechicera ciega de Mayrit, esperando a aquellos hombres ¡Qué blanca era su piel bajo la luz de la luna! ¡Qué estrellas sus ojos!
La mujer dio un paso al frente.
- ¿Qué me queréis en esta noche?
Pero nadie respondió, su voz resonó en el aire como el eco de una campana. Todos contemplaban aquella espléndida y legendaria mujer, esbelta como el ciprés, resplandeciente y alba como las cumbres del Guadarrama, y con los ojos de fuego. Un ardor negro nacía de ellos, de sus ojos ciegos, y decían algunos que tenían tal poder, que fundía los corazones y las mentes de los hombres en un líquido de bronce que los trastornaba.
¡Bruja tentadora, y amiga del diablo!
Algunos soldados, aterrados, cerraron los párpados para huir de su hechizo, mientras, los más curtidos, la sujetaban y cubrían su arrogante figura de cadenas. ¿Qué fuerza no tendría aquella bruja?, se decían.
Pero Miriam la Cruzada, no hizo nada por oponerse, ni se revolvió como temían, ni llamó a los demonios en su ayuda, sino que la mujer ciega obedeció, y cargada de esos hierros, siguió a aquellos hombres que la ocultaron, como días antes hicieron con el muecín, el alcalde y el viejo hebreo, en las más profundas tinieblas del Alcázar.
- Mujer, ¿eres tú Miriam la que dicen la Cruzada? - Preguntó el nuevo alcaide del castillo cuando la llevaron a su presencia. Dos guardias armados la custodiaban y contemplaban la escena con respetuoso temor.
Miriam no contestó, pero asintió con su noble cabeza.
- Sí así lo reconoces debes prestarnos tu ayuda, la vida te va en ese empeño .
¿Ayuda? Pensó ella para sus adentros. ¿Cómo puede una prisionera ciega auxiliar a tan altivo caballero? Pero Miriam no dijo nada, dejó que continuase hablando el cristiano.
- Dicen que tienes poderes, que eres hechicera y conoces secretos oscuros …
Mientras hablaba, Miriam advirtió una sombra de inseguridad en la voz de aquel hombre, como si el vuelo de un pájaro negro hubiese aleteado entre ellos ¿Era posible que la temiese el guerrero?
- Confiesa donde se esconden los tesoros de la ciudad y podrás marchar de nuevo a tu casa. Empeño en ello mi palabra .- El cristiano la miraba a los ojos lleno de curiosidad y cierta admiración.
- Yo no conozco esos tesoros de los que hablas, ni sé de su existencia y si así fuera, también ignoro donde están guardados.- Contestó al fin con voz firme.
El caballero insistió y trató de amedrentarla, dando dureza a sus palabras. A pesar de ello no le gustaba aquella tarea, ni le agradaba maltratar a esa mujer.
No me hice, con tanto esfuerzo y rigor, hombre de armas para eso, para fustigar a vencidos, y atemorizar a una mujer ciega.
Pero necesitaba su ayuda. Tras el asalto, no habían hallado nada de valor en la ciudad, ni en el Alcázar, a penas viejas armas, baratijas entre los ciudadanos y algunos aperos de labranza. Todo parecía muy pobre, pero el rey exigía, también sus hombres reclamaban un botín, por algo habían luchado con tanta furia, y muchos de ellos habían empeñado allí su vida.
- Recapacita.- Le aconsejó el caballero- Mañana volveremos a encontrarnos, y espero una respuesta.
De nuevo Miriam regresó al siniestro calabozo.
Era Miriam, a la que todos llamaban la Cruzada, una sanadora. Conocía plantas, cocciones e ungüentos que favorecían la salud. A pesar de su ceguera poseía una luz interior, una sensibilidad abierta y clara que le hacía percibir e interpretar la naturaleza como si esta le hablase al oído. Mas ante todo, entendía el corazón de los hombres, sus debilidades, su fragilidad, por ello, descubría el dolor en el alma de los otros, aconsejaba con sabiduría, y sus palabras se hacían entonces un bálsamo, de allí venía su fama, su influencia, que alguno confundía con hechizo.
De nuevo llegó la mañana, y Miriam concurrió ante el caballero cristiano. Aún rezumaba por las calles el negro vapor de las cenizas.
- Mujer, no deseo tu mal - le dijo con sinceridad- sólo espero que con tus artes descubras donde se esconden los secretos y tesoros de la ciudad y me los confíes.
Miriam permaneció callada. El caballero insistió, e insistió.
- No sé de qué me hablas cristiano .- Respondió la mujer ciega.
Miriam no era una hechicera, aunque a veces, ella percibía en lo más hondo de su pecho una intuición, una clarividencia maravillosa que la iluminaba, pero surgía sin invocarlo. Aquello no era brujería, ni hechizo, era un don.
Y como el día anterior, Miriam regresó al calabozo, mientras el caballero se preguntaba cómo podría conseguir su ayuda.
Llegó el tercer día y la tercera cita con el cristiano. El caballero, impaciente, le presionaban, todos esperaban algo, el rey, los belicosos capitanes, los soldados,… todos reclamaban algún botín fantástico que compensara su esfuerzo y su codicia, algún prodigioso secreto, que poder relatar en el futuro: “Yo estuve allí y lo vi, fui testigo de aquello…”
Pero ella callaba.
El silencio de Miriam iba llenando de ira al caballero, ya no pedía, exigía.
Al fin dijo la mujer:
- Los tesoros, los secretos escondidos no se descubren, sólo, cuando ellos lo desean, se dejan encontrar .
¡Qué arrogancia tenía al hablar! ¡Qué arrojo sus palabras! Dos hilos de plata relucían en sus sienes negras. ¿Orgullo?, pensó el caballero al contemplarla, no, no se trataba de insolencia, era majestad.
Sin embargo su mensaje le había irritado.
- Mujer, has agotado mi paciencia, mañana , al atardecer, si no has conseguido ayudarme, si Mayrit no tiene nada valioso que ofrecernos, puedes pedir a vuestro Dios que os ampare, pues tú, y los desgraciados que te acompañan en el calabozo moriréis.
Aquella fue una larga noche. Miriam sentía el dolor del encierro y no deseaba morir. En aquella oscuridad de la celda, que era más negra que la ceguera de sus ojos, soñó con el dios de su pueblo, y con el dios de los cristianos. Era una cruenta pelea de dioses, dos criaturas divinas, gigantescas, golpeándose entre ellas sin piedad, como hacían los guerreros…hasta que una de ellas, que no tenía rostro, ni nombre, caía al suelo vencida, destrozada. Despertó empapada de sudor. Era un sueño absurdo, ella no creía en dioses, y si existiesen ¿cómo podían tomar partido caprichosamente entre los hombres? Eso no lo haría un dios, y si existía alguno, no podía ser tan voluble, ni tan sangriento…
Amanecía, los ojos ciegos de Miriam eran carbones rojos por el dolor de la larga noche. Aquel día, ella y sus compañeros iban a morir. Y a esa luz aún tibia de la mañana, Miriam añoró la caricia del sol, el sentir del viento y la lluvia, el ligero roce de la brisa en su rostro, su murmullo entre las copas de los árboles, la dulzura de ese mismo otoño, y pensó que ese atardecer ella pasaría a ser parte de aquella naturaleza, de ese sol, de esas nubes, de aquella tierra que tanto amaba. Quizá debía conformarse, no importaba morir…
Fue a eso de la media tarde, solo un poco antes que se cumpliese el plazo del caballero cristiano, cuando se escuchó un rugido estremecedor, como si se desplomara una montaña, como si temblasen las entrañas de la ciudad. Un estertor, violento e inesperado, demolía un paño de la muralla y se desmoronaba. Un alud de piedras rodó por el barranco. Entonces toda la ciudad, los soldados cristianos, los nuevos moradores del Alcázar corrieron a contemplar el prodigio.
Miriam, la sanadora ciega a la que llamaban la Cruzada, no pudo ver aquel fenómeno, pero mientras temblaba la tierra a sus pies, sintió brotar en su interior una luz que se encendía en sus entrañas.
Se había abierto una grieta en la muralla y allí, entre aquellos escombros, entre los cascotes de pedernal y polvo, surgía una talla antigua, la imagen de una mujer que sostenía en brazos a un niño. ¡Un asombroso secreto que atesoraba la ciudad! ¡Una imagen milagrosa escondida en aquella muralla!
Y Miriam, la ciega, la sanadora que llamaban la Cruzada, aunque no podía ver, ni imaginar si quiera lo sucedido, sabía, intuía en lo más hondo de su pecho que ya estaban salvados.
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