La Maravilla. La leyenda de la campana de San Pedro el Viejo.
Cuando yo era un muchacho de no más de once o doce años, me gustaba imaginar las cosas extraordinarias que existirían al otro lado de las montañas. Empinado sobre una piedra observaba el horizonte, y siempre creía descubrir tras los picos azulados de las sierras una luz, un brillo fugaz que se fundía rapidamente con el añil del cielo.
Todavía no he dicho mi nombre, me llamo Martín, y nací, hace mucho tiempo, en una pequeña aldea de un valle rodeado de montañas. Hasta entonces nunca había salido de aquel lugar, como tampoco lo había hecho nunca mi padre, ni mi abuelo, que pasaron la vida trabajando en sus tierras, atesorando con mucho sudor una pequeña fortuna. Pero esos tiempos gloriosos ya estaban muy atrás.
En aquellos años vivía con mi hermano Juan, que por ser unos años mayor, se ocupaba de administrar los pocos bienes que habíamos heredado. Los últimos inviernos habían sido tan fríos y terribles, que entre los hielos, las nieves y la enfermedad perdimos a nuestros padres. Desde entonces, como estábamos solos, y nos teníamos gran cariño, cuidábamos el uno al otro en la enorme y destartalada casona familiar, que se venía abajo por vieja.
- ¿Te imaginas como será el mar? –Le preguntaba yo a mi hermano alguna de aquellas tardes en que me daba por imaginar.
- Grande, dicen que es muy grande y azul, o verde …
- ¿No te gustaría conocerlo?
- Pues claro, pero ahora no puede ser, tenemos que hacer nuestro trabajo, y cuidar las tierras, y el ganado… - Me decía Juan, pues en aquellos tiempos difíciles, siempre estaba muy preocupado por nuestro futuro. Yo me quedaba en silencio, pensando en aquellos caminos blancos que recorrían el paisaje y conducían a esos lugares fantasticos, que deseaba conocer.
Pero mi hermano al verme tan serio me prometía:
- Martín, alégrate porque algún día llegará el momento, tú y yo nos marcharemos de aquí y viviremos una gran aventura.
Solo era una promesa, porque las deudas crecían, y parecía que nuestras tierras de las que dependíamos, cada año producían peores cosechas. Yo intentaba ayudar a mi hermano con todo tipo de trabajos, pero como era muy joven, también me gustaba jugar, y muchas tardes me reunía con otros chicos de la aldea y recorría con ellos los campos.
Un día los muchachos me propusieron:
- Ven con nosotros Martín, vamos a espiar a la bruja.
- ¿Bruja?
- Sí, la hechicera que vive en la colina.
Yo había oido contar historias de una vieja mujer que se refugiaba en una gruta cercana a la aldea. Decían que era curandera y hablaba con los espíritus. Aquello parecía toda una aventura, enseguida emprendimos el camino.
Cuando llegamos ante la guarida de la anciana, los chicos se ocultaron entre las rocas que abundaban en la zona, yo los imité. Entonces los muchachos llamaron con grandes gritos:
- ¡Bruja,bruja, bruja!
Pronto apareció la mujer en la puerta de la gruta. Parecía muy vieja, y caminaba encorvada. Los chicos empezaron a tirarle piedras.
- Pero, ¿qué haceis? - protesté sin comprender aquel comportamiento tan cruel.
- Tirarle piedras - contestó uno de los chicos - ¿no ves que es una bruja?
Pero su explicación no me convenció, me avergonzaba formar parte de aquel juego estúpido, y decidí marcharme. En ese momento la mujer, con una energía insospechada para su cuerpo tan marchito, se lanzó hacia sus atacantes violenta, agitando el puño amenazadora.
Todos los chicos corrieron despavoridos ladera abajo. Tambien yo salí de mi escondite; sin embargo, unas ataduras invisibles sujetaron mis pies. Los muchachos habían desaparecido entre las peñas; una fuerza desconocida me aprisionaba e impedía el movimiento.
La mujer se aproximó a mí lentamente; su piel parecía de pergamino, seca, amarillenta, y los brazos delgados y nervudos que colgaban de sus hombros, recordaban viejos sarmientos. Estaba ya muy cerca. Temblé al sentir su aliento, e intenté escapar, pero ese poder extraño me paralizaba, y aunque la mujer ni siquiera rozaba mi piel, parecía que aquellos dos garfios que semejaban sus manos, me sujetaban con firmeza.
- ¿Cómo te llamas, muchacho? - preguntó al llegar ante mí.
- M…, Martín - Balbuceé con un hilo de voz.
- Vamos zagal, no temas, que solo quiero hablarte.- Dijo ella con voz segura, quizá amable. Aquello no era suficiente para tranquilizarme.
La anciana tenía el rostro muy cerca del mío. Mil caminos recorrían su cara, tan arrugada, y unos ojos claros como el agua, vacíos de luz, miraban al infinito.
¡Es ciega! pensé con sorpresa.
- Sí, muchacho, ciega soy, pero no sorda, ni muda, e incluso te diría que, a pesar de mi ceguera, puedo ver más allá, que lo que alcanzan tus ojos. Percibo lo invisible, lo que está detrás. - La mujer hizo una pausa, y luego con voz cada vez más misteriosa añadió:
- Ahora estoy contemplando tu corazón y lo que el destino te depara.
El miedo que sentí al escucharla me impidió contestar, no pude suspirar apenas, ni huir como deseaba con todas mis fuerzas. En aquel momento, solo pude estremecerme. Mas el rostro de la mujer se dulcificó, y dijo:
- Tienes buen corazón, eso fácilmente puedo verlo. También veo tus sueños, tus deseos de aventura, de descubrir algo más allá…
Bajé la cabeza avergonzado. ¿Cómo sabía esa mujer todo aquello?
Luego la anciana colocó uno de sus dedos en el centro de mi frente. Parecía de fuego, pues sentía su ardor. Entonces la mujer recitó:
- Ángeles o demonios se esconden detrás,
mas sea como sea surgirá la Maravilla.
Con ángeles o con demonios, yo te prometo que
pronto tus ojos contemplarán y tus oidos escucharán.
Yo la miré desconcertado, ella tras una leve pausa añadió:
- Dentro de ti, Martín, guardas magia y virtudes que desconoces. Yo te digo que tus ojos verán, tus oídos escucharán y por siempre recordarás ser testigo de aquella maravilla…
La mujer quitó el dedo de mi frente, y calló, luego, despacio, con el lento caminar de una persona muy anciana, se retiró a su cueva. Entonces recuperé el movimiento, y escapé de allí, saltando precipitado sobre todas aquellas piedras, corrí y corrí, sin volver por un solo momento, la mirada atrás.
A nadie comenté lo sucedido en la gruta, y las misteriosas palabras de la mujer, ni siquiera a mi hermano Juan, ni a los muchachos que me acompañaban aquel día. Pero yo nunca lo olvidaba, y algunas tardes cuando jugaba en el campo y veía desaparecer el sol tras las montañas, pensaba: ¿Será cierto lo que me dijo la anciana? Y si es así ¿Cuándo encontraré aquella maravilla? Así pasaron muchas, muchas tardes.
Un día Juan me llamó y dijo:
- Martín, como bien sabes vivimos tiempos difíciles, y hemos perdido casi todo lo que fue de nuestros padres…
Yo no desconocía aquello, ¡Cómo ignorar que cada día eramos más pobres, que nuestra casa era una ruina, y que muchos días apenas teníamos para comer…!
- Sin embargo- continuó Juan- ha sucedido algo bueno que puede librarnos de esta miseria.
Y mi hermano contó cómo unos conocidos de nuestra familia, le habían ofrecido la posibilidad de ganar dinero, mucho dinero.
- Con eso podremos pagar nuestras deudas, arreglar la casa, y comprar simiente, y ganado, y…
Juan parecía muy ilusionado.
- Mi misión consiste en llevar, sano y salvo, un valioso cargamento hasta su destino. Iremos al otro lado de las montañas, hasta la villa de Madrid, y quiero que tú me acompañes.
Aquella noticia me volvió loco de alegría ¡al fin, el momento había llegado!
De madrugada comenzó el viaje. Ibamos en una alegre caravana compuesta por varios arrieros con sus mulas que portaban todos los enseres indispensables para el viaje. Hombres y animales acompañábamos a una gran carreta de bueyes que arrastraban su pesada carga. Al frente de todos ellos, desde su caballo, dirigía el desfile mi hermano Juan. Yo, formando parte de aquella expedición, me sentía el ser más afortunado de la tierra.
Cada día de camino averiguaba cosas nuevas, bosquecillos frondosos, paisajes más abruptos, el vuelo de otras aves, y sobre todo hallaba un olor diferente y profundo que provenía de esas tierras desconocidas y flotaba en el aire. Y a cada descubrimiento me preguntaba, ¿Será esto la maravilla de la que me habló la mujer? Pero con las nuevas sorpresas que encontraba al día siguiente comprendía que algo realmente fabuloso me aguardaba.
Durante aquellos días también salieron a nuestro encuentro muchas dificultades. La crecida violenta de un arroyo nos impidió cruzar su cauce con nuestra pesada carga, también una de las caballerias se accidentó, entonces la marcha se hizo más lenta durante varias jornadas, y días después, en el difícil paso a través de las montañas, una terrible tormenta nos hizo estremecer ante el clamor de los truenos y relámpagos, que amenazaron con romper el cielo en mil afilados cristales sobre nuestras cabezas. Aunque aquel peligro apenas puede compararse, con el temor que sufrimos ante el acecho, despiadado e incesante, de una manada de lobos. Durante muchas noches los animales hambrientos, con los colmillos brillantes nos acosaron y persiguieron sin descanso. Pero de todos aquellos obstaculos salimos gracias a la firmeza y arrojo de mi hermano. En todos los casos Juan demostró su valor; con su inteligencia, y a veces con su espada, nos fue librando de cada uno de los peligros. Cada vez que superábamos alguna de aquellas pruebas, los dos suspirábamos aliviados, pues faltaba menos para llegar a nuestra meta, y cumplir con la misión encomendada.
Fue una tarde en los primeros días de verano, cuando surgió ante nuestra vista la ciudad. Habíamos llegado a la famosa Villa. Un cielo ardiente y caluroso envolvía Madrid. Yo jamás había conocido una población más grande que mi aldea, por ello me pareció sorprendente y grandiosa, aunque todos hablaban de su modestia y sencillez. Una muralla abrazaba toda la ciudad y las torres de las iglesias asomaban caprichosas tras los muros; solo un puente sobre un estrecho río nos separaba de una de sus puertas.
- Al fin hemos llegado.- Dijo Juan ilusionado.
Nuestra curiosa caravana entró en la ciudad. Yo no salía de mi asombro, contemplaba fascinado todo lo que me rodeaba. También los habitantes de la ciudad nos miraban con interés, debíamos aparentar mucha fatiga, pues nuestro andar era ya lento y nos cubría mucho polvo del camino. Juan preguntó a un vecino.
- ¿La Iglesia de San Pedro, decís? No está lejos, no, seguid esta dirección y a vuestra diestra encontraréis su torre, la hallaréis junto a la plaza de la Paja.
Al final de una cuesta empinada llegamos a nuestro destino. Allí se encontraba la Iglesia de San Pedro, que por entonces llamaban el Real, junto a ella sobresalía una torre esbelta, era toda de ladrillo, y por su forma recordaba los tiempos no muy lejanos de los moriscos.
Una multitud de curiosos nos rodeó enseguida, también salieron de la iglesia a recibirnos los destinatarios de aquel tesoro. Yo siempre imaginé que aquella carga tan valiosa que llevábamos, con tanto cuidado y esfuerzo, consistía en alhajas, monedas y todo tipo de tesoros, por eso mi sorpresa fue tan enorme al descubrir que tras las maderas protectoras que le cubrían, nuestra carreta portaba una gigantesca campana de bronce.
- ¡Qué hermosa! ¡Es magnífica!
Nunca se había visto en la ciudad una campana de aquel tamaño. Todos parecían muy complacidos, y nos sonreían agradecidos por haber cumplido tan bien nuestra misión.
Fue al intentar bajar la campana del carro, cuando comprobaron lo muy pesada que era. Llamaron a varios hombres muy fuertes en su ayuda, y entre todos, con gran trabajo, apenas si pudieron colocarla en el suelo. La dificultad mayor era introducirla por la puerta de la torre.
- Es imposible,- decian- no cabe…
Lo intentaron muchas veces, pero la campana era mucho mayor que el estrecho paso de aquella entrada.
- Podíamos elevarla con poleas y cuerdas…- Propusieron algunos.
Pero de nuevo comprobaron que aquello era irrealizable pues para lograr que entrase por las aberturas de las ventanas, debían destruir el campanario.
Todo el mundo parecía ya muy nervioso y malhumorado. Estaba cayendo la noche, a pesar de ello hacía mucho calor, y sudábamos cada vez más por tanto esfuerzo.
- Si no se puede colocar la campana, ya no la quiero. - Dijo el capellán decepcionado.
- Pues en ese caso yo no la pagaré, la devolveremos. Podéis llevarosla de nuevo- Añadió un caballero muy elegante.
Entonces los carreteros que nos habían acompañado con los bueyes y las mulas también protestaron:
- Exigiremos cobrar el doble si hemos de regresar con la carga…
Todo el mundo estaba enfadado, y reclamaban furiosos sus derechos, unos a otros se culpaban de aquel desastre:
- No se calculó el tamaño…
- Sí , pero alguien se equivocó al hacerlo…
- …O al encargarlo.
Al final, tan irritados, tan descompuestos se encontraban, que cada uno resolvió marchar a su casa a descansar, pero advirtiendo que no pagarían ni una sola moneda si la campana no servía para aquella torre. Y allí se quedo en el suelo, panza arriba, parecía la enorme copa de un gigante abandonada a la noche. También los carreteros fueron a dormir a una posada, con ellos se llevaron las últimas monedas que guardaba mi hermano en su bolsa.
En silencio, Juan y yo nos retiramos a un rincón de aquella plaza que decían de la Paja. Allí, bajo la protección de un muro, intentaríamos dormir aquella noche. Sin aquel dinero que esperábamos cobrar por el trabajo, estábamos arruinados. Habíamos invertido todo en aquella empresa, alquilar la carreta, pagar a los hombres, conseguir los bueyes… ya no nos quedaba nada. Un cielo negro sobre nuestras cabezas, se llenó de estrellas, ese era nuestro techo. Juan y yo estábamos tristes. A mí ya no me interesaban mis aventuras, ni descubrir aquella maravilla que me prometió la bruja, no me importaba nada, lo único que me pesaba en aquella noche, era el fracaso de mi hermano y nuestra soledad.
Un estrépito, un clamor agitado nos sacó del sueño. Ya era de día y la ciudad estaba llena de luz. Aquella algarabía continuaba, nadie podía detenerla. Aturdidos, nos levantamos de nuestro refugio nocturno, y caminamos unos pasos hacia la iglesia. Entonces contemplé aquel hecho extraordinario.
Nunca supe la verdad, no pude descubrir si ángeles o demonios habían actuado aquella noche, pero ante mis ojos soñolientos aparecía en lo alto de la torre una campana, ¡¡nuestra campana!! Alegre, gozosa, tronaba y tronaba sin poder callar, despertando con su canto de bronce a toda la ciudad. Ante mí, ante nuestros ojos fascinados, ante todo Madrid teníamos a la Maravilla.
Nadie logró entender lo sucedido, ¿Qué había pasado? ¿Qué magia escondía aquella ciudad, qué misterio ocultaba aquel campanario? ¿Ángeles,? ¿Demonios? Fuese quién fuese el responsable de aquello, todos estabamos felices, agradecidos y aplaudíamos aquel milagro mientras la campana no cesaba de tronar…
Días después Juan y yo regresamos a la aldea. Con aquellos dineros, tan justamente ganados, pagamos las deudas, invertimos en la casa derruida, en el campo abandonado, y todo nuestro patrimonio floreció. Mi hermano Juan había consiguido su sueño. Y yo, Martín, era muy feliz por ello. Años después, cuando alcancé la edad necesaria, marché muy lejos de la aldea en busca de aventuras.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces, hoy soy un hombre muy viejo. En todos estos años he conocido paisajes y culturas extraordinarias, he vivido grandes experiencias en estas nuevas tierras al otro lado del mar, y a pesar de ello, aún recuerdo las lejanas palabras de esa bruja, y lo sucedido aquella vez en Madrid, en la vieja y misteriosa Iglesia de San Pedro, cuando siendo un muchacho fui testigo de aquella Maravilla.
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