¡Apaches en Madrid!
¡ Apaches en Madrid !
Sí. Así con exclamación es como podría haberse anunciado esta noticia en la prensa de los primeros veinte años del pasado siglo. De primeras dadas uno podría pensar que sería por el estupor causado al ver a los indios americanos de tal tribu paseando por nuestras calles, pero no, la exclamación vendría por el miedo cerval que inspiraban a los madrileños y a los encargados de la seguridad ciudadana de aquel entonces los delincuentes de origen francés así conocidos.
Lo primero es explicar quienes eran estos apaches transpirenaicos, precursores, a su manera, de lo que fueron los gangsters norteamericanos. Su origen está en el París de principios del XX. Eran bandas de delincuentes jóvenes, nacidos en los barrios conflictivos de la ciudad y su principal característica era la falta de disimulo sobre su condición. Adoptan una forma de vestir determinada (botines relucientes, pañuelo al cuello, un tipo de gorra característico llamada de “trois points”, etc.) y sobre todo, un comportamiento arrogante, orgulloso de su tipo de vida. Como complemento casi indispensable solían tener una amante (o más) a la que prostituían y que a su vez, solía ser cómplice y ejecutora de las fechorías de su chulo. Los responsables del nombre parece ser que fueron los periodistas Arthur Dupin y Victor Morris que en 1902 ya los llaman así.
Estos criminales llegaron a organizarse en grupos realmente numerosos y, siendo como eran muy peligrosos, representaron una pesadilla para las autoridades policiales. En su veinte y algún años de existencia protagonizaron hechos realmente relevantes y mantuvieron genuinas batallas contra los gendarmes.
Pese a representar la delincuencia más peligrosa de la época consiguieron crear estilo y levantar a su alrededor un aura de fascinación romántica. Algo parecido a la que tuvieron los bandoleros españoles del XIX para los de allende los Pirineos. De entre las cosas que pusieron de moda destaca la danza o tango apache, un baile salvaje donde la mitad femenina llevaba la peor parte porque se la tiraba del pelo, se la arrojaba al suelo, etc. El cine y el teatro también se encargaron de magnificar su parte aventurera y romántica.
Por supuesto la realidad estaba muy lejana de ese mundo idealizado. Como banda organizada tenía reglamentos rígidos donde se imponían penas a los infractores que iban desde la multa hasta la muerte. El apache prototípico era un individuo arriesgado, pero frío y sin escrúpulos, dispuesto a tirar de navaja inmediatamente y que no se contentaba con robar, sino que era muy común que rematase la faena hiriendo o matando a su víctima. Aunque tuviese oficio lo que le gustaba era vivir bien y que trabajase para él su amante en el burdel o haciendo la calle y si esta no lo hacía por convicción se la adiestraba por medio de palizas. El vivir diario se cumplimentaba con los atracos, robos, etc. dados con mayor o menor meticulosidad y asiduidad.
Evidentemente, aparte del peligro que representaban, la sociedad bien pensante les consideraba criaturas deplorables. El periodista Pierre Clais los retrata así “Sobre esas caras pálidas, imberbes, de mirada malévola, están escritos todos los vicios y todos los apetitos”.
Otro aspecto que les diferenciaba, sobre todo si se les comparaba con nuestros criminales, era una gran capacidad organizativa para trabajos de más entidad que los simples atracos callejeros, usando bastantes medios y personas. En Policía Científica nos detallan un caso que lo demuestra, donde intervienen una buena cantidad de ellos y hasta un burdel entero para desvalijar a la víctima.
El primer motivo de su llegada a nuestro país, fue la persecución policial francesa, que les obligaba a cruzar la frontera en busca de seguridad. La entrada se producía, habitualmente, por Barcelona, ciudad que les daba los requisitos idóneos para pasar desapercibidos: Un puerto con un tráfico marítimo más que considerable, y el cosmopolitismo suficiente para no destacar en exceso. El segundo fue la Gran Guerra. Nuestra neutralidad les proporcionaba cobijo frente a los riesgos de los campos de batalla, siendo muchos de ellos desertores del ejército. Sin duda el periodo de la I Guerra Mundial fue el de más movimiento de estas bandas en España.
No transcurre mucho tiempo entre el nacimiento del fenómeno apache y su aparición en Madrid. Una de las primeras alarmas, si no la primera, viene en 1904 de la mano del gran periodista Mariano de Cavia en el artículo “El Bolsín de la Mugre”, publicado en El Imparcial. En él se escandaliza porque considera que la degeneración social se ha enseñoreado del centro de la ciudad, sobre todo entre la una y las cinco de la madrugada y especialmente en la zona que va desde Montera hasta el Café Colonial, considerando que gana en cutrerío y peligrosidad a las cercanas calles de Peligros, Alcalá, Carrera de San Jerónimo, etc. lugar donde campan libremente a la madrugada prostitutas, rufianes y delincuentes de todo pelo. En tan breve espacio es donde afirma que ha visto apaches franceses: “Dos limpias se han hecho recientemente allende los Pirineos: una de frailes en toda Francia y otra de ‘apaches’ en París. Las consecuencias de esas limpias viene a gozarlas nuestra España bendita y generosa. En pos de los frailes han venido los ‘apaches’” y más adelante concluye “¡Pistonuda manera de europeizarnos!”.
El mismo día el Heraldo de Madrid se hace eco de este artículo corroborando el hecho y aclara que si están aquí es porque la detención de siete en Barcelona ha forzado su emigración al sur, cual si de aves migratorias se tratase. Nos los describen dándonos datos para su identificación y así poder cuidarnos de ellos: “pose procaz, retadora; el mirar de felino, fijo, recogido, mirar de frialdad metálica, que molesta, que irrita; el semblante pálido del nocturno, duro de líneas; las mandíbulas muy acusadas, la frente contraída y todo el rostro animado de una expresión de sarcástico cinismo.”. Añade que esto no es lo más relevante, sino que lo que mas llama la atención en ellos es el idioma, un argot brutal, mezcla de todos los hablas barriobajeros que en el mundo hay. Para acabar dándoles un aspecto “salvaje” alude a uno de los rasgos que más les diferencian: los tatuajes, siendo esto para el periodista “lo que les da el nombre de ‘apaches’ lo que en plena civilización les hace parecerse a los indios pieles rojas”. Los tatuajes fueron una constante de sorpresa y de repulsión en la prensa de entonces. Resultaba incomprensible para los españoles esta costumbre, rara entre nosotros y que, realmente, perjudicó a todos los tatuados porque acababan siendo considerados sospechosos ipso facto y, de hecho, llevó a bastantes directamente a la cárcel.
Si lo extranjero, por desconocido, suele a veces causar miedo ni que decir tiene que si es una delincuencia importada la sensación es peor, pero además obliga a la comparación con lo nacional. Nace así una polémica sobre si nuestros criminales eran mucho más buenos que los gángsters franceses. La cosa cayó a veces en el patrioterismo más absurdo y otras en la candidez más inconcebible. Así nos encontramos con afirmaciones tan excesivas como la de Fernando Mota en Nuevo Mundo: “hasta sus malos hijos (los de España), los bandidos, asesinos, caballistas y ladrones, todos por igual, los que hicieron profesión de libre fiereza y vituperable independencia tuvieron en el curso de la historia el rasgo característico de nuestra raza, mataron por amor, por dinero, por rivalidad, pero atacaron siempre de frente o jugándose la vida, porque por algo eran hijos de Castilla”.
El Imparcial nos cuenta que, con motivo de la visita del Presidente Loubet a España, los policías franceses intercambian opiniones con sus colegas españoles y van de sorpresa en sorpresa ya que esperaban encontrar un Madrid peligroso, atiborrado de salteadores de caminos y todo tipo de malhechores, cuando lo que ven es una ciudad más pacífica que su capital. Su extrañeza aumenta cuando al suponer que la seguridad es debida a un gran número de agentes son informados con un “Somos cuatro gatos y trabaja cada uno como quiere o buenamente puede”. La conclusión del diario es: “Lo que hay es que aquí todos nos conocemos. Este es un pueblo grande donde la gente maleante está muy atrasada. Aquí no ha entrado la civilización” y se dedica a glosar la bonhomía de nuestros facinerosos, tachándolos de bárbaros que se mueven por impulsos primarios pero, aparentemente, carentes de mala fe, y, por supuesto, muy lejanos de todo progreso, renegando el autor de las cosas malas que la civilización puede llegar a traernos.
En El Liberal, tras “alabar” la capacidad organizativa de los apaches, así como su ferocidad les acaba tildando de cobardes porque “puestos en el trance de pelear hombre a hombre procura retirarse del campo, y si no tiene otro remedio huye”, o sea justo lo contario que nuestros matones de taberna.
El País protesta contra todo esto cuando se da la muerte de un guardia, que intentaba proteger a la querida de un chulo de la paliza que este la propinaba, escribiendo: “Habían dado en la flor algunos periodistas de comparar a los criminales nacionales con los extranjeros, la fauna criminal indígena con la extranjera, y era de leer en esas grotescas vidas paralelas los elogios que se hacia de nuestros ladrones, barateros, rufianes, bravos y asesinos”.
Así vemos que de una cuestión meramente criminalística los españoles, de nuevo, acabamos enzarzados en la eterna discusión sobre si lo nuestro es mejor o peor que lo de fuera.
No parecían a veces bastar estas disquisiciones para conocer el origen de los nuevos criminales. En el modelo social británico, admirado por muchos, podría estar la clave y La Época nos cuenta como veía el asunto un tal Sir Howard Vincent. Según él Londres era mucho más seguro que París (unos veinte homicidios anuales contra doscientos cincuenta) por cuatro diferencias básicas: la sociedad inglesa desprecia profundamente al que vive a costa de las mujeres, no ocurre así en Francia; los británicos no suelen llevar armas, dirimen sus cuestiones a puñetazos, pero los franceses están encantados con ir con pistolas y armas blancas en los bolsillos; la cantidad de policía en las calles era un factor determinante (18.000 bobbies contra 8.000 gendarmes) y, finalmente, el castigo corporal que estaba prohibido en la República Francesa y que, para de Sir Howard, tan buenos resultados daba en las islas, más que por el daño causado con el gato de nueve colas, por la vergüenza de verse azotado. El autor del artículo infería de todo esto que, si bien se podía considerar que Madrid no estaba infestada de los terribles apaches en breve podría estarlo ya que nosotros no teníamos suficientes policías, los habitantes de los barrios bajos iban todos con navaja, la ley prohibía los azotes públicos y, si bien los chulos no eran una plaga, se iban convenientemente desarrollando.
El caso es que los apaches se acabaron colando en la vida de los madrileños. Su peso específico dentro del hampa local no fue tanta como la prensa llego a temer, ni tan poca como para pensar que no tuvo ninguna relevancia. Es preciso aclarar que no siempre eran parisinos, ni siquiera franceses. Muchas veces era por el modus operandi el que se les catalogase dentro de esta categoría.
Desde el artículo de Cavia citado hay suficientes datos como para afirmar que se habían hecho un hueco aquí. La prostitución de sus paisanas era una de las principales vías de asentamiento. Cuando los malos tratos eran flagrantes era cuando la cosa salía a la luz. Por ejemplo El Globo recoge en 1906 el caso de unas lesiones infligidas a una joven francesa por dos compatriotas que resultaron ser unos escapados de redadas en Barcelona y contaban con un historial asaz oscuro.
Aparte de las simples detenciones de los que van rebotando por toda la geografía nacional y recalan aquí, les hace noticia el catálogo de desmanes que pasa por robos de todo tipo: con tirón, atracos a tranvías, a joyerías; estafas, lesiones, ajustes de cuentas, asesinatos, de ellos a destacar el del guardia de la caja del tranvía de Carabanchel o el degollamiento de una mujer en la calle de Tudescos. Y varios etcéteras.
La actitud de la policía española fue especialmente recelosa hacia estas bandas e intento crear un registro especial de los posibles sospechosos, pero el sistema de las documentaciones dificultaba la tarea. Los apaches, solían venir con papeles válidos y, además, cumplían el otro requisito básico de legalidad, el tener oficio conocido y demostrable. Este bagaje legal complicaba las vigilancias y las detenciones preventivas y todo acababa siendo, muchas veces, frustrado por la intervención diplomática del cónsul francés de turno, cuyo auxilio invocaban comúnmente. Eso desconcertaba a las autoridades policiales que nunca acabaron de saber con precisión cuantos pululaban por las calles. Igualmente se desconocía cuantos grupos diferentes y, tal vez rivales entre sí había.
Tuvo relevancia en 1915 un ajuste de cuentas a tiros, en pleno día, en la calle de Alcalá entre miembros de una banda apache y que, de resultas, sacó a relucir el robo de 5.000 pesetas a un procurador efectuado en casa de una prostituta, provocando las críticas al Gobierno, que afirmaba que estas bandas eran grupos menores que se dedicaban a meros hurtos. Sin embargo fue el robo de la calle del Clavel, de junio de 1916, al que más importancia se dio.
El escenario fue la tienda de compraventa del señor Veguillas (en la práctica una joyería) sita en la esquina de la calle del Clavel con Infantas, dando a la plaza de Bilbao. Visto con los ojos de hoy en día el suceso no hubiese pasado de unas pocas líneas en prensa y apenas un minuto en radio y televisión, pero entonces llegó a provocar hasta una decisión del Consejo de Ministros, que acordó que la Dirección Nacional de Seguridad hiciese un informe sobre los extranjeros que pudiesen representar un peligro para que se procediese a su expulsión en caso de ser considerados elementos indeseables, entendiendo como elemento de estabilidad el medio de vida que pudiesen acreditar.
Utilizando la jerga forense, el día de autos, domingo por la tarde, estaba de guardia en el establecimiento un dependiente de diecisiete años, Isidro Negrete Díaz, cuando un par de individuos le requirieron que abriese la puerta para hablar con su jefe a fin de comprar un coche que éste vendía. Como el dueño estuviese ausente, el mozo se negaba pero acabó admitiéndoles cuando le solicitaron usar el teléfono para contactar con el dueño. Una vez dentro y pidiendo a Isidro que fuese él quien efectuase la llamada lo llevaron al interior de la tienda, lo redujeron y, con un estilete, le propinaron tres puntazos en brazo, costado y pierna.
Los ladrones vaciaron de joyas la tienda y se largaron dejando herido al joven. El monto del robo fue empezado a tasar en setenta mil pesetas y acabo llegando a las cien mil.
Se descubrió pronto al herido y comenzaron inmediatamente las pesquisas pertinentes. El pobre Isidoro señaló como extranjeros, probablemente americanos a su entender a los atracadores y esto hizo que se concentrara la búsqueda en la población forastera. La cosa se convirtió en una redada, pasando unas cincuenta personas por las dependencias policiales.
La solución al caso fue muy rápida ya que en apenas dos días se había dado con los bandidos y se habían recuperado prácticamente todas las joyas. Tres acontecimientos aceleraron todo: una niña de diez años que había visto como quitaban los pendientes a un maniquí del escaparate, las sospechas de la propietaria del piso de la calle de la Ballesta número seis hacia sus inquilinos franceses y la perspicacia del revisor del tren mixto de Guadalajara.
La dicha propietaria del piso de Ballesta fue a la policía en cuanto tuvo conocimiento de lo ocurrido porque sus inquilinos habían tenido un comportamiento que no la parecía normal. Eran Leonís Ferdinand Renaud y su amante Leonor (o Leone) Roche Julié, alias “la alemana”. En la inspección a la habitación que ocupaban los apaches se descubren unos maletines que contenían los estuches vacíos de las joyas.
La primera detenida fue “la alemana” y su declaración puso en marcha todo el mecanismo policial para poder atrapar a la banda. Gracias a ella se sabe de un segundo piso en la calle de la Abada, diecinueve y en su registro se encuentran otros maletines, estos con herramientas para desmontar las joyas, un frasco con cloroformo, una pistola y una camisa manchada de sangre. Aquí se detiene a Louis Bertón y, más tarde a dos personas que acudían a la casa, Marius Garnier y otro que es dejado en libertad por no tener relación con el robo.
Bertón es reconocido por la niña como uno de los que estaban en la calle del Clavel, a su vez el dependiente reconoce en el hospital a Garnier. Mientras esto ocurre Ferdinand Renaud, el jefe de la banda, intentaba marcharse a Barcelona junto a Pedro Castañer, “el argentino”, y Lucien Vennet (o Gennet) con las joyas. Para ello habían contratado un coche que les trasladase a San Fernando de Henares y coger allí el tren. Ocurrió que el conductor no podía llevarles tan lejos por no tener gasolina suficiente y porque para esa distancia necesitaba permiso de su jefe, el propietario del vehículo. Como el tiempo apremiaba acordaron quedarse en Vallecas y subirse al tren de Guadalajara.
Ya en el ferrocarril se sientan separados, pero no pasan desapercibidos para el revisor, por su condición de extranjeros (aun cuando Castañer era hispano parlante) y por haberlos visto llegar juntos a la estación. Cuando entran en Guadalajara se lo dice al inspector de vigilancia que da parte inmediatamente a la Guardia Civil. Al ver los apaches subir a los agentes al tren intentan la huida corriendo hacia el campo. Son cogidos inmediatamente Vennet y Castañer, pero Renaud escapa un trecho más y entra en unos sembrados embarrados por haber llovido. Al ver que los civiles no cejaban en la persecución saca una pistola y se descerraja un tiro en la cabeza.
Se recuperan las joyas, salvo un pendiente que nunca apareció y que los detenidos aseguraron que se lo había tragado Renaud, dato que desmintió la autopsia.
Como flecos finales decir que “la alemana” intentó suicidarse en la cárcel anudando varios pañuelos a modo de cuerda. Que Ferdinand Renaud era altamente peligroso, conocido como el de “los costurones” por las marcas que tenía en cuello y cara. Pocos días antes del suceso de la calle del Clavel había dado un navajazo en la cara a la salida del café Franco Español a otro pandillero. Que él era quien había herido al joven Isidoro y también habría dado un puntazo en la pierna al “argentino” por haberse negado a clavar al dependiente por considerarlo innecesario.
La banda estaba aparentemente compuesta por unas dieciséis personas, de las cuales doce eran franceses, además de un belga, un italiano, un portugués y el supuesto argentino. La mayoría de ellos rondaba los veintiséis años y ninguno había cumplido los cuarenta. No obstante nunca se supo el alcance exacto de este grupo e incluso, con motivo de haber aparecido unos hierros en las vías del tren a Guadalajara, se especuló con que estaban preparando un descarrilamiento en venganza. También se la supuso ramificaciones por otras ciudades española.
Aparte de los detenidos hubo una serie considerable de expulsiones y se consideró que la ciudad había quedado limpia de apaches.
En otro orden de cosas el propietario del comercio, el Sr. Veguillas, quedó en mal lugar porque el atraco había dejado en evidencia sus malas prácticas con los empleados y la Asociación General de Dependientes de Comercio protestó ante la prensa porque se había incumplido la normativa laboral al tener trabajando por la tarde de un festivo a un menor de edad.
Se trató de nuevo, ¡cómo no! de las diferencias entre los delincuentes y El Heraldo de Madrid hizo una atinada puntualización a los que ahora denigraban de los apaches porque “Desde los chulos y las chulaponas de la Bombilla que bailaban el tango argentino al estilo ‘apache’ hasta los señoritos ‘bien’ y las ‘vírgenes locas’ de la burguesía que acudían a ciertos hoteles a celebrar sus ‘fiestas apaches’, pasando por un grupo de aristócratas que impresionó su correspondiente película de ‘apaches’, Madrid fue el lamentable foco de una epidemia de ‘apachismo’”.
En 1918 salen nuevamente a escena Lucien Vennet y Leonor Roche, “la alemana”, que tras veintidós meses de condena estaban en la calle y eran ahora amantes. El motivo era el robo de una casa en la calle de Fuencarral esquina a la de las Infantas. Las bandas apaches siguieron apareciendo, pero cada vez menos. En 1921 tras la detención de la de Henry Mary “el capitán rojo” apenas son noticia en las páginas de los diarios.
El final de la guerra hacía volver las aguas a su cauce, y también llegaba el ocaso apache. Ya no eran esas bandas temibles capaces de controlar el hampa parisina y atemorizar a media ciudad. En 1924 se decía en El Sol que apenas había en la capital francesa, aunque todavía era peligroso ir a determinados barrios sin armas y en 1927 en La Voz se leía “Ahora ya no hay en París sino media docena de apaches supervivientes. Y estos pocos en vez de ‘hacerse la mano’ distribuyendo puñaladas entre los transeúntes de París, admiran a André de Lorde a través de los delitos que se siguen cometiendo en el Grand Guignol”.
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- EL SOL 23/04/1924.
- LA VOZ 03/08/1927.
- WIKIPEDIA: Entrada “ Apaches (París)” http://fr.wikipedia.org/wiki/Apaches_(Paris)
- ABC DE LA LANGUE FRANÇAISE http://www.languefrancaise.net/Argot/Apaches
- BLOG CIRCO MÉLIÈS http://www.circomelies.com/2009/08/danza-apache.html
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